El médico nos dice que se debe volver
a hacer una intervención que su cuerpo, anciano y cansado, tiene
nada de posibilidades de resistir.
Sabíamos que ese momento iba a llegar
tarde o temprano. Que había que decidir lo que ella ya había
decidido: basta de más intervenciones, drogas, sueros, quirófanos.
Su hija lo dice llorando: - ella no
quiere más intervenciones, doctor.
El médico sabe lo que significa y la
intenta tranquilizar: -es la mejor decisión, así pueden estar con
ella, que no sufra. Tengo que pedirles que me firmen para que vuelva
a la habitación donde puedan estar con ella-, él se va.
Su hija se desploma en el sillón de la
maldita sala de espera y llora. Yo también.
Es una mezcla de resignación con
tranquilidad de saber que se hace lo correcto. La paz que da la
certeza.
Marcar el teléfono para decirle a su
hijo que firmaremos eso que la deja morir pierde todo el sentido.
Explico con claridad la situación y el
silencio se hace del otro lado, una voz ahogada se escucha:
-Lamento que tengas que decirme esto.
Yo también.
Desde esa firma empieza una semana de
turnarse para estar en el hospital, de intentar que las cosas vayan
bien a pesar de todo.
Empiezan las confusiones de nombres de
quien va dejando la vida lentamente. Los desayunos insulsos de
hospital que a ella le parecen tan ricos. Por fin puede comer lo que
quiera, no hace falta que se cuide y puede tomar el te con azúcar.
Ella se despierta de a ratos porque su
cuerpo tiene tan poca fuerza que se va cayendo y hay que ayudarla.
Los perdones no alcanzan.
Las lágrimas no sirven.
Ella se va, se lleva un pedacito de
cada unx, algunos apodos que nadie va a volver a darnos, un poco de
nuestra vergüenza y fortaleza, el gusto del mate con cedrón y
azúcar quemada con carbón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se agradecen comentarios :)